Arturo
Pérez-Reverte "El pato maketo"
Juro a ustedes por el cetro de
Ottokar que lo que voy a contar es cierto. Aunque comprendería que
dudasen; en un país normal, algo así sería imposible. Pero
recuerden que éste no es un país normal, sino España: un
lugar donde, como ya escribí aquí mismo alguna vez, todo
disparate, por gordo que sea, tiene su asiento, y donde, por poner un ejemplo
clásico, una ardilla podría cruzar la Península saltando
de gilipollas en gilipollas sin tocar el suelo.
Momento, el pasado verano. Escenario, Orozko, pueblo de Vizcaya, en el cauce
del río Altube. Protagonista, un ánade vulgar. Un pato, vamos. Un
palmípedo de los de toda la vida. Y resulta que el tal pato está
en el río, a lo suyo, pero con una brida de plástico muy apretada
que le lesiona una pata. Unos vecinos dan aviso al Ayuntamiento: oigan,
ahí hay un pato cojo, etcétera. Hasta ahí, nada raro. En
otro sitio, habría ido alguien del Ayuntamiento a quitarle la brida al
pato, y santas pascuas. Pero, como dije, esto es España. De momento. Las
cosas no son tan fáciles. Aquí tocas un pato sin permiso por
triplicado y vete a saber. Así que el alcalde decide que la
administración local carece de recursos para coger patos y pasa el
asunto a Base Gorria; que, como su propio nombre indica, es el servicio
forestal, dependiente del Departamento de Agricultura de la Diputación
Foral de Vizcaya.
Ahí, claro, ya se
lía la cosa. Porque la Diputación (Peneuve) responde al alcalde
de Orozko (Bildu) con una pregunta crucial: el pato, ¿es salvaje o es
doméstico? Porque si es salvaje, no hay problema: su gente va, lo recoge
y tan amigos. Pero si es doméstico, o sea, un pato de andar por casa, el
asunto queda fuera de su jurisdicción, y compete al Ayuntamiento
quitarle la brida de la pata. En ese punto, el alcalde convoca a sus expertos
municipales, les pide la filiación del pato, y éstos responden
que los palmípedos no tienen Deneí, ni carnet de conducir, ni
libro de familia, ni nada que se le parezca, y que ellos de patos no tienen ni
zorra idea. El pato, por supuesto, no suelta prenda. Es más: cuando
alguien se acerca a mirar si su pinta es doméstica o salvaje, grazna
cabreado -la brida le duele, sin duda-, jiñándose en sus muertos.
Al cabo, tras darle muchas vueltas, alguien concluye que es «un pato
mixto». Y el alcalde -Josu San Pedro, se llama-, desbordado por los
acontecimientos, convoca un gabinete de crisis.
La idea, literal, según
lenguaje consagrado allí por el uso, es «desbloquear el
enfrentamiento». Para ello se convoca una reunión entre el
Ayuntamiento y la Diputación, a la que asisten miembros de ambos
organismos. Al fin, después de muchos dimes y diretes, se decide que los
del Servicio Forestal se hagan cargo del operativo, con el apoyo táctico
de miembros de la brigada municipal de Orozko. Sin embargo, nadie ha contado
con el pato, que se resiste como gato panza arriba y no se deja atrapar. Se
pide entonces el refuerzo de una patrulla de la Ertzaintza, pero ni flores. El
pato, que a esas alturas y con tanto trajín ya tiene un cabreo de veinte
pares de cojones, corre, nada, revolotea y se les escapa todo el tiempo.
Así que, tras una nueva reunión operativa, los expertos de la
Diputación deciden irse a su casa y volver cuando el pato esté
dormido, y poder pillarlo a traición. Pero ni así, oigan. El pato
ya no se fía ni de su madre, y duerme con un ojo abierto. Sabe
latín. Al fin, tras muchas idas y venidas, unos empleados del
Ayuntamiento logran pillarlo descuidado, lo trincan y se lo llevan al centro de
Recuperación de Fauna Silvestre, donde lo curan y donde evoluciona,
dicen, de forma adecuada.
¿Final feliz para el pato?
No todavía, porque la cosa no termina ahí. Por su
condición de bicho mixto, no del todo doméstico ni salvaje, el
pato, según la Diputación, debe ser devuelto a Orozko y el
río Altube. O sea, a donde estaba. Con su pata, sus patitos, su pato gay
o lo que se trajine. Pero el Ayuntamiento se niega a recibirlo, argumentando
que la especie de ese pato concreto no es autóctona -no es un pato
vasco, vamos-, y que el animalejo, con otra media docena más que anda
suelta por allí, es un pato ilegal, con menos papeles que un conejo de
monte: patos maketos que ni migran ni vuelan, ajenos a la fauna local, y que
pueden resultar perjudiciales porque, según el alcalde, «se
están comiendo el entorno del río y alteran el ecosistema».
Con un par. Los putos patos.
No he podido averiguar
cómo acabó la cosa ni qué fue del bicho, pero a estas
alturas da igual. Y es que ya lo decía, elocuente, aquella vieja y sabia
coplilla que tanto me gusta recordar:
«Pasamos muy buenos ratos
echando pan a los patos.
Y cuanto más pan echamos,
mejores ratos pasamos».
XLSemanal - 12/01/2015